[LA OVEJA NEGRA] Las mil caras del fascismo Imprimir
Viernes 26 de Octubre de 2018 00:11

GERMÁN VALCÁRCEL | Probablemente una de las enseñanzas más importantes que me ha dejado escribir y hacer públicas mis opiniones es que no te ganas enemigo más irreversible que el farsante exitoso que, una vez desenmascarado, sabe que a ti no te engaña. En el mundillo político son legión, también los hay en el sector periodístico y cultural.

Llevo cerca de doce años escribiendo columnas de opinión, durante mucho tiempo fue un entretenimiento, no solo agradable sino incluso gratificante, también algo narcisista, posiblemente nada útil socialmente. Pero los últimos cuatro o cinco años esta actividad se ha transformado, sin pretenderlo, en un instrumento de acción y resistencia política, y también en una forma de lucha ante los que quieren convertir, a quienes no pensamos como ellos, en fantasmas invisibles y silenciosos.

Una de las señales que ejemplifican los tiempos que corren es que quienes hacen todo lo posible e imposible para mercantilizar todas las relaciones humanas, destruir la naturaleza y justificar su expolio, son los mismos que se entregan con ardor a la tarea de defender la represión de todo tipo de pensamiento crítico. Para ello no solo utilizan los conocidos instrumentos represivos del Estado (la amenaza de una querella está siempre presente, y más desde la implantación de la llamada Ley Mordaza), sino que cuentan con charlatanes a sueldo que de todo saben pero nada entienden, aunque eso sí, capaces de pasar rápidamente de la peste a la pasta y de la pasta al pasto, pero incapaces de aprender que el único poder, licito, del que dispone el ser humano es la palabra no. En definitiva, felones correveidiles cuya función y actividad primordial es fabricar todo tipo de falacias argumentativas, ridiculizar y descalificar a quien no piensa como ellos o sus amos, incluso no dudan en envenenar las relaciones personales y buscar el conflicto, cuestión esta nada complicada de lograr en un entorno tan pequeño y cerrado como el de esta pacata y provinciana ciudad.

En el Bierzo, como en el resto del planeta, corren tiempos difíciles y confusos, el cambio climático, la creciente crisis energética y de recursos, los cambios globales y crisis civilizatoria a los que se enfrenta la humanidad, se manifiestan en la comarca, al margen de la despoblación, envejecimiento y desindustrialización, en dos conflictos sociales que están llevando a sectores de la población al enfrentamiento –de momento dialectico–, uno es el viejo tema del fin del extractivismo carbonero y de la generación de energía térmica basada en su quema, y otro la lucha contra el intento de convertir la cementera Cosmos en una incineradora de residuos.

El conflicto carbonero se va “encauzando”, se emplea para conseguirlo el mismo paliativo, la misma medicina que lleva utilizándose los últimos veinticinco años, inundar las cuencas mineras de dinero –que luego desaparece– para tapar las protestas, renunciando por parte del Estado a ejercer cualquier tipo de labor didáctica. Como actualmente el número de habitantes, y de población activa, es muchísimo menor el dinero también es menor, pero la lógica es la misma. No se trata de buscar opciones de futuro, ni de una transición justa, como de cara a la galería se declara, sino de acallar con dinero público las protestas de un sector de la población, cada vez menor eso sí, al que hablarles del cambio climático y demás zarandajas de “ecologetas ociosos o jubilados”, irrita y “se la suda”.

Todos podemos tener diferencias, que las tenemos y exponemos –con mayor o menor dureza–, en cualquier actividad y confrontación social, pero donde realmente se están utilizando métodos miserables para desprestigiar y desactivar la lucha del movimiento ecologista, por muy reformista que sea, es en el conflicto de Cosmos. Todo sirve, desde descalificar a los miembros más conocidos de la Plataforma que encabeza la lucha contra la incineración, por su situación personal de jubilado de una antigua térmica (la clásica falacia ad hominen), a intentar marginalizar y ningunear a otros miembros que, desde posiciones diferentes, luchan con tremenda dignidad por un mundo más cercano al ser humano, acusándolos de poco menos que de brujería, de querer curar el autismo con lejía, el cáncer con plegarias y ungüentos, de ser unos guarros que quieren que la gente no se duche o unos cavernícolas que anteponen la defensa del hábitat de osos y urogallos a cualquier tipo de avance tecnológico (falacia del hombre de paja). Ese es el nivel de argumentación de estos peculiares personajes, dedicados a enfangar y emponzoñarlo todo, unos por ignorancia y otros por simple mala fe.

Otra forma, muy extendida, de argumentar de estas gentes, cuando hablas de justicia social o de la insostenibilidad del sistema de producción capitalista, es la siguiente: Pues si tan ecologista, socialista, comunista o solidario eres ¿por qué usas internet, un PC, móvil, tablet, automóvil, viajas en avión o no te vas a vivir con los kurdos, los zapatistas, a Cuba, Corea, Venezuela o con los pueblos originarios de la Amazonia? En el fondo de esta miserable línea de argumentación se esconde ese clasismo supremacista que considera la pobreza una opción y te está invitando a que dejes de molestar y te vayas a vivir bajo un puente o a una chabola, tan típico de esos totalitarios que se esconden tras la ideología neoliberal.

Lo que no quieren entender –aunque tal vez si lo entienden y lo único que pretenden es esconder su posiciones reaccionarias y fascistoides– es que algunos solo luchamos porque cada ser humano, incluso los de distinto color o cosmovision, tenga la libertad de apropiarse del fruto de su trabajo y lo que cuestionamos es la libertad de esclavizar y robar los recursos de otros seres humanos; algo que la supremacista y colonialista cosmovisión eurocéntrica –una parte de la izquierda incluida– no solo justifica sino que alienta. Una cosmovisión que, aderezada con el pensamiento neoliberal, excusa el hambre, la miseria y el saqueo de los pueblos del Sur, en aras de la opulencia y bienestar de los muy democráticos, desarrollados y tecnologizados habitantes del norte y que se concreta en aquella brutal y terrible frase que hace unos pocos años escuché, cenando en un restaurante de Ponferrada: “Si los putos negros del Congo no saben qué hacer con el Coltán, yo tengo todo el derecho a ir a su tierra y cogerlo”.

Es la línea de argumentación que desnuda al fascista que algunos llevan dentro; ese totalitario que, mientras nos ilustra sobre lo que es la democracia, sostiene que la razón ultima la tiene quien posee el poder de las armas, el mismo que defiende la quema de neumáticos o de carbón con los mismos o similares argumentos que quienes apoyan fabricar bombas y fragatas, que luego sirven para perpetrar genocidios, ya que generan puestos de trabajo. Son “gente normal”, personas que se mueven cómoda y diariamente entre nosotros y con los que incluso tomamos cañas o les reímos sus groseros chistes, mercenarios sin alma siempre al servicio del poder, de cualquier forma de poder, por un miserable puñado de billetes que les permita seguir sosteniendo su modelo de vida, sin pensar en otra cosa que no sea su bienestar.

Es la terrible banalidad del mal, de la que nos habló la filósofa judía Hannah Arendt, la que se sustenta en la pura irreflexión, “no en la estupidez, sino en una curiosa, y verdaderamente auténtica, incapacidad para pensar”.

 

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